Transcurría el año de 1981, cuando en un Perú tan fragmentado como las páginas de las novelas de Mario Vargas Llosa, comencé a seguir a quien, años después, se convertiría en la figura literaria más relevante del país.
Por ese entonces, el «conejo», como lo apodaban con cierto cariño, tenía un programa dominical en Panamericana Televisión llamado «La Torre de Babel», un espacio cultural donde Vargas Llosa, con su mirada aguda y su gran talento, desnudaba el alma de la literatura, conversando con escritores de todo el mundo y discutiendo temas culturales que nos conectaban con el resto del planeta.
A través de ese programa, no solo conocí al escritor, sino también empecé a vislumbrar el país en el que vivía y a darme cuenta de su realidad; sin adornos, sin piedad, solo la verdad.
Ese año hacía promoción y junto con mis compañeros de clase, tuvimos el honor de conocerlo una noche que se dio un tiempo para saludarnos en el hotel Marriott. Algunos, emocionados, por varios días, no nos lavamos la mano que él estrechó, otros en cambio, con una atrevida pedantería juvenil, lo criticaron con aires de superioridad, básicamente porque no recibieron los regalos que esperaban recibir del ya célebre escritor.
Mi encuentro con Vargas Llosa había comenzado algún tiempo atrás, en las bibliotecas, la municipal, la del colegio y la de mi tía Margarita. Devore cuentos como «Los jefes», «Los cachorros». Luego vino «La casa verde» y «La tía Julia y el escribidor», pero fue con «Conversación en La Catedral» con lo que verdaderamente me adentré en el alma del autor.
Con el tiempo, leería esa novela más de una vez, intentando desentrañar la cruda pregunta de Zavalita: «¿En qué momento se jodió el Perú?».
Esa misma desesperanza, ese sentimiento de estar atrapado en un país que no cambiaba, se coló en mi conciencia y me acompañaba mucho después de cerrar el libro.
Las palabras de MVLL, como piedras lanzadas al estanque de mi adolescencia, formaban círculos concéntricos que seguían expandiéndose mucho después de la lectura, perturbando las aguas tranquilas de mi entendimiento sobre la patria.
La ironía y la crítica a la política y la sociedad peruana, tan vívidas en sus páginas, coincidían con las realidades que yo vivia, aunque a menudo, como el propio escritor, no supiéramos cómo lidiar con ellas.
A medida que continué leyendo sus obras, con esa mezcla de devoción y fascinación, me encontré con «La guerra del fin del mundo», una novela que no me dejó tan satisfecho.
Después vinieron otras más, entre las que quizás valga la pena destacar a «La fiesta del chivo» y «Travesuras de la niña mala», pero «Conversación en La Catedral» siguió siendo mi favorita.
El Perú que Vargas Llosa pintaba en sus libros era un país lleno de contradicciones: entre la pobreza y la riqueza, la tradición y la modernidad, el pasado y el futuro.
A pesar de sus críticas al país, el escritor nunca dejó de ser hijo imperfecto de esta tierra que lo vio nacer.
Después de su paso por la política sin pena ni gloria, escribió algunos libros con contenido político y social que no me atrajeron mucho.
Lo que más me gustaba de Vargas Llosa era la ficción, pero aún en ella, como un espejo incómodo, sus novelas nos devolvían el reflejo de un país que muchos preferían ignorar, revelando cicatrices que la historia oficial intentaba ocultar bajo capas de retórica nacionalista.
A lo largo de su carrera, Mario Vargas Llosa ha mantenido una visión profundamente crítica del Perú, que se refleja en muchas de sus obras. A través de sus novelas, nos muestra un país marcado por la corrupción, la violencia y el abuso de poder, donde la desigualdad y la desesperanza parecen ser el pan de cada día.
La famosa pregunta «¿En qué momento se jodió el Perú?» no solo encapsula un desencanto con un sistema político y social que se ve incapaz de cambiar, sino que también captura la frustración de un pueblo atrapado en una espiral de injusticia que lo limita en su potencial.
En sus libros, Vargas Llosa pone un enfoque claro en el individuo y su relación con las estructuras de poder que lo rodean. Los personajes de «Los cachorros» o «Pantaleón y las visitadoras» luchan por encontrar su lugar en una sociedad que los margina, siendo a menudo víctimas de tradiciones, sistemas educativos y estructuras políticas que los moldean, pero también los destruyen. En ese sentido, la obra de Vargas Llosa refleja una lucha constante entre el individuo y el sistema que lo oprime, una lucha que, a pesar de la resistencia de sus personajes, parece ser imparable.
Sus protagonistas, como náufragos en un mar de convencionalismos, navegan contra corrientes invisibles pero poderosas, intentando alcanzar una orilla de autenticidad que siempre parece alejarse con cada brazada.
Sin embargo, a pesar de su crítica, Vargas Llosa también nos muestra las contradicciones del Perú: la constante tensión entre la modernidad y la tradición, entre la pobreza y la riqueza. A lo largo de su vida, el autor ha vivido fuera del país y ha sido un firme crítico de los gobiernos populistas, lo que ha generado debates sobre su relación con su tierra natal. A pesar de esto, su obra sigue siendo una profunda reflexión sobre las complejidades de la realidad peruana y latinoamericana.
En definitiva, siempre fui un admirador de Vargas Llosa y lo considero el más grande exponente de la literatura peruana y latinoamericana.
Por pura casualidad tuve la suerte de encontrarme frente a frente con el maestro en la FIL, hace algunos años, ni corto ni perezoso aproveché para saludarlo y él, gentilmente pero de manera fugaz, volvió a estrechar mi mano.
En ocasiones me enfrascaba en debates acalorados con aquellos que lo criticaban, pero con el tiempo dejé de hacerlo, pues me di cuenta de que se fijaban más en su vida personal que en su indiscutible calidad intelectual. ¿A quién le puede importar con quién se acostaba el hombre? Es un tema que pertenece al ámbito privado, un asunto que solo le concierne a él y a nadie más.
Mientras los pequeños espíritus se entretenían husmeando en las rendijas de su intimidad, el gigante seguía construyendo catedrales literarias que resistirían el paso del tiempo y las mezquindades humanas.
Lo cierto es que el maestro se fue. Un oscuro domingo dejó de respirar, en su vieja casona de Barranco, después de haber transitado por el mundo y haber conseguido los mayores honores, entre ellos el Premio Nobel de Literatura.
Pero valgan verdades, a él nunca le importaron los espíritus mezquinos que lo criticaban, y a decir verdad, tampoco le importaban los que lo adulaban. Con la sapiencia de un genio, él siguió el rumbo que se había trazado, y siguió escribiendo hasta hace apenas un par de años atrás. Y hasta el final, lo hizo con una lucidez pasmosa que pocos intelectuales logran alcanzar.
Adiós maestro, usted se va al Olimpo de los inmortales, pero su obra queda. No solo como un testimonio de su tiempo, sino como un espejo donde generaciones de lectores continuarán viéndose reflejados, buscando respuestas a las mismas preguntas que usted, con su pluma afilada y su mirada crítica, dejó flotando en el aire. El Perú, Latinoamérica, y el mundo entero seguirán recorriendo sus páginas, cuestionando sus realidades, y encontrando en sus letras, una luz que ilumina la oscuridad de nuestros propios dilemas existenciales. Así, a través de sus libros, Mario Vargas Llosa permanece con nosotros, eterno, presente en cada línea que escribió.
Como las palabras talladas en piedra que sobreviven a civilizaciones enteras, su literatura trasciende el tiempo, recordándonos que las grandes preguntas sobre nuestra identidad como nación siguen vigentes, esperando a que nuevas generaciones se atrevan a formularlas con la misma valentía con que lo hizo aquel conejo sabio desde su Torre de Babel.